Los comunistas hemos estado presentes en todas las luchas de nuestro pueblo, hoy recordamos aquel momento cruel en contra de la clase obrera, recordando letras de un miembro de nuestro glorioso Partido Comunista.
JOAQUÍN GALLEGOS LARA
MILITANTE DEL PARTIDO COMUNISTA DEL ECUADOR
extracto de su libro Las Cruces Sobre el Agua
MILITANTE DEL PARTIDO COMUNISTA DEL ECUADOR
extracto de su libro Las Cruces Sobre el Agua
Dios mío! ¿Muertos?
A
través del yute de los sacos, tocaba hombros, nalgas, narices, zapatos.
Adelantó las manos y se le enredaron brazos y piernas elásticos. Parecían
pretender aplastarlo, retenerlo. ¡Cadáveres! Como carnero sacó topando la
cabeza entre sobacos de vellos ásperos y húmedos, faldas revueltas que hedían
a lavazas, carnes fláccidas
y de piel resbalosa, bocas heladas y babeantes en las que chocaba con la dureza
repentina de los dientes.
Los
ojos le rebosaron de luz. El soldado dijo:
-¡Hemos sudado, mi
teniente, con estos pendejos! ¿Para botarlos al agua es que los hemos
acarreado acá a la orilla?
-¡Claro, pues, bruto! ¿Para qué si no? Es
por si acaso una exhu-madera, no hallen tantos en el panteón.
—Pero
van a flotar.
-¿No ve que para eso,
antes de largarlos, les abrimos la panza? Y aquí adelante hay poza.
Tubo Bajo veía crecer
en el cielo, rayado de luces de acero, las sombras del oficial y del soldado.
Todo el final del muro del malecón, en la extensión tal vez de una cuadra,
estaba cubierto de amontonados cuerpos. Sobre ellos se inclinaban, como perros
hurgadores, los milicos. Delante de cada uno, su brazo se quebraba en brusco
gesto: así había visto Tubo Bajo, de chico, beneficiar chanchos en el camal.
A dos pasos, abajo, en el lodo y las
lechugas de agua, lengüeteaba suavemente la pleamar. Más allá, la confusión de
embarcaciones se destacaba negra en las ondas, que absorbían lo que quedaba de
fuegos de la tarde. La curva orillera de la ciudad se perdía al sur, en una
brumosa línea gris. Quiso gritar. Gritó.
— ¡A mí no, que estoy
vivo!
Seguramente ahora
tampoco sonaba su voz. Luceros lívidos le estallaron en la vista. La cabeza se
le desvanecía. El hielo de la punta del yatagán le penetró en el bajo vientre,
cerca del ombligo y, desgarrando, corrió hacia el estómago , hacia el pecho. El
dolor dividió su ser entero en un hachazo de negrura final.