domingo, 5 de diciembre de 2010

La fundación de Quito y la resistencia indígena


Por: Oswaldo Albornoz Peralta

Los orígenes de Quito, como sucede en casi todos los pueblos, se extiende hasta los tiempos nebulosos de la leyenda, en este caso la de Quitumbe, tan hermosamente contada por Jorge Carrera Andrade en su libro El camino del Sol. Tras de las galas de la leyenda hay sin duda un hecho histórico concreto: el paulatino desarrollo de un pueblo, hasta llegar a la confederación de tribus, la Confederación de Quito.
La Confederación de Quito, para la época de la llegada de los Incas, se halla en pleno proceso de expansión y ha logrado una evolución económica considerable, evidenciada ésta por sus construcciones materiales, por el progreso alcanzado en la agricultura y el conocimiento de labores de algunos metales. Naturalmente, como manifestación también de este avance, la primitiva igualdad de sus habitantes ha ido desapareciendo y se ha gestado ya una aristocracia que ocupa la cúpula del conglomerado social.



Así, la Confederación de Quito, tiene una personalidad propia y definida. Esto explica, además, el porqué durante el medio siglo de dominación inca, pese a las innovaciones introducidas, haya podido mantener sus rasgos específicos y logrado el respeto del conquistador. Que haya per­manecido siempre vivo, el anhelo de recobrar la perdida independencia.



La conquista española, que adviene luego, impone otro rumbo a la historia del pueblo indio. El paso de Benalcázar hacia Quito está señalado por la devastación y la sangre. Enrique Garcés dice que cuando llega Alvarado, que no sabía su ubicación, se da cuenta de que por allí estaban sus paisanos, al ver “poblados destruidos, cadáveres de indios y gran desolación y ruina”.[1]  Y él procede de igual forma pues el historiador Aquiles Pérez afirma que “saqueó  los pueblos donde llegó; robó cuantos objetos de oro y plata encontró; obligó, con cadenas y perros, a que muchos indios e indias, con sus niños, le conduzcan cargas; ahorcó a dos caciques; permitió que los indios de Guatemala comieran la carne de nuestros indios costeños”.[2] Mueren, rendidos por el agotador trabajo a que son sometidos, la mayor parte de los indios y negros que trae de Centro América.



Se dice cínicamente en un acta del Cabildo de Quito que se practican todas las diligencias posibles para dar con los tesoros que se creen escondidos. Diligencias, que no son otra cosa, sino las más crueles torturas a los caciques indios. El garrote, los azotes y los cepos, y sobre todo el fuego a los pies, son las preferidas.  Y el final, cuando no dan resultados, no es otro que la muerte más cruel.


Es un cabildo de conquistadores, para cuyos miembros, la crueldad y la sangre no son sino medios de dominio.  Pedro de Puelles, especialista en la cacería de indios con lebreles, recibe un voto de aplauso y de respeto por las matanzas verificadas.




Así sucumben, entre varios otros, Cozopamba, Zopozopangui y Rumiñahui citados por Aquiles Pérez. La mayoría de ellos, después de la imprescindible tortura, son condenados a la hoguera como si se tratara de reos de la Santa Inquisición.


Benalcázar y sus capitanes nunca abandonan los caminos del crimen. Cuando salen de Quito y se dirigen a Cundinamarca, proceden allá, en forma similar a la de aquí. Al respecto, Germán Arciniegas dice: “Cierto es que Benalcázar no deja de marchar a sangre y fuego. Al salir de Quito divide en tres ramas su ejército y manda a Juan de Ampudia para que vaya con una de ellas, de adalid. Debéis seguir los callejones de la cordillera –le dice el jefe-  y no empeñaros en acción peligrosa; nosotros os seguiremos. No le es difícil a Benalcázar seguir las huellas del adalid: porque como Ampudia quema todos los pueblos que topa y degüella a los indios, por las cenizas y la sangre se guía muy pronto don Sebastián. [3]


Este Ampudia es el mismo que ya antes, en su búsqueda insaciable de oro había exterminado a la población de Chambo en la actual provincia de Chimborazo, a cuyo cacique le hace quemar vivo, tal como había hecho antes con el cañari Chapera ¡Bien merecido su sobrenombre de “monstruo” o “Atila del Cauca” cuando participa en la conquista de Cundinamarca!


Pedro Cieza de León en La crónica del Perú dice que Dios castiga al adelantado Benalcázar por los crímenes cometidos contra los indios. Afirma “que en vida se vio tirado del mando de gobernador por el juez que le tomó cuenta, y pobre lleno de trabajos, tristezas y pensamientos, murió en la gobernación de Cartagena”.[4] Poco castigo para nuestro parecer.


Dijimos que la saña se acrecienta conforme a la rebeldía, y como en nuestro país el rebelde máximo es Rumiñahui –el Cara de Piedra- en él se concentran las crueldades. Nada le detiene para defender la heredad de sus mayores, y seguido por  valientes y decididos capitanes, se convierte en el mejor estratega de la resistencia. Descubre las estratagemas de sus enemigos y denuncia que el oro es el imán que guía sus acciones: no son dioses, son ladrones, les dice a sus soldados. Jorge Enrique Adoum, en su obra de teatro titulada El sol bajo las patas de los caballos, pone en boca del guerrillero estas palabras: “No. Ya no. No más. No más oro para el extranjero, no más plata, no más cobre, no más sirvientes, no más nada para el extranjero (…) Vamos a enterrar todos los tesoros, vamos a quemar todo el maíz, vamos a incendiar Quito, para que no encuentre sino el odio (…) No apuntaremos más a la tórtola ni al venado, sino al enemigo del hombre (…) Vamos a hacer sin descanso una larga guerra de guerras pequeñitas hasta que se vaya. Porque mientras esté aquí no tendremos patria, y nadie volverá a reír mientras la gente tenga cólera.[5]


No hay duda, que eso y más, debe haber dicho. Desgraciadamente, el valor y las causas justas no siempre vencen. Rumiñahui, junto con algunos de sus capitanes son vencidos y tomados presos, y claro, como es de rigor, torturados y maltratados inhumanamente. Puestos los pies en el brasero, los españoles preguntan angustiados donde se halla el oro del rescate, y ellos varias veces se burlan señalando sitios lejanos y poco accesibles. Hasta que al final, cansados de tanta “diligencia”, les castigan con la muerte.


No se conoce la forma en que es victimado, pues no se ha encontrado documento ni prueba alguna sobre el particular. Pero es casi seguro que debe haber sido arrojado a las llamas, ya que la mayoría de los jefes indios, tal como afirma el sacerdote Marcos de Niza, perecen de esa manera. No hay razón para que Rumiñahui, el más rebelde y causante de tantas “diligencias” haya sido librado del mortal castigo.


La fundación de Quito, sobre las ruinas aún humeantes dejadas por Rumiñahui, no significa otra cosa sino la legalización -digamos así- del sojuzgamiento de un pueblo. Porque la fundación de ciudades, entraña para los conquistadores españoles, un acto de dominio.


Mas el hecho en sí, analizado un poco más profundamente, implica la superposición de un modo de producción extraño sobre el autóctono, cortando toda posibilidad de desarrollo de este último. Implica la subor­dinación total de los nacientes valores nacionales del pueblo indio a la nueva civilización de la cruz y la espada, poniéndolos desde entonces bajo el signo de la inferioridad, para justificar la conquista y el inicio de la más inicua explotación.


Las nuevas relaciones feudales, no siendo resultado del normal desarrollo histórico sino impuestas desde afuera con el filo de la espada, causan una inmensa e indescriptible destrucción de las fuerzas productivas, sobre todo de la población, vale decir, de los mismos productores. Y esta destrucción, junto con la rapaz explotación feudal, combinada con formas esclavistas inclusive, limitan en gran medida el carácter progresista del régimen social -en relación con el menos evolucionado de los indígenas- establecido por España.


Todo esto, en suma, significa la fundación española de la ciudad de Quito efectuada por Sebastián de Benalcázar.


La resistencia indígena guiada por Rumiñahui, es la protesta y respuesta al yugo de la conquista.


Hay dos clases de guerras: las justas y las injustas. La heroica resistencia de Rumiñahui, culminada con el sacrificio de su vida, es la más cabal demostración de la guerra justa, porque nada puede ser más de justicia que la defensa de la tierra propia frente a la injustificada agresión extranjera. Ningún pretexto, menos la imposición de una religión extraña como se argumentó y se argumenta todavía, puede lavar de culpa a la conquista.


No obstante lo dicho, ya desde un punto de vista estrictamente sociológico, ambos acontecimientos tienen una gran trascendencia. Es que de la matriz blanca del conquistador hispano, como resultado del desenvol­vimiento histórico, ha surgido nuestra nacionalidad mestiza, que si bien nutrida de manera preponderante por los valores llamados occidentales, tiene también componentes incorporados desde el medio indígena. A su lado, por desgracia dominada y discriminada todavía, se halla la nacionalidad quechua diseminada en el callejón interandino, que dando muestras de gran vitalidad ha podido conservar su propia idiosincrasia, aunque también influenciada -no se puede negar- por la cultura blanca. Nuestro país, por tanto, tiene el carácter de binacional y pluriétnico. Hay que concluir por lo mismo, que el problema no es otro que la supresión del discrimen y la opresión que padece el pueblo indio, para dar paso al libre desarrollo y florecimiento de sus valores étnicos y nacionales.


Esto se conseguirá.


Se atribuye al general quiteño estas palabras: no habrá cordel tan largo que pueda atarnos, es decir, que el pueblo indio no desaparecerá ni será sojuzgado eternamente. Sus descendientes, enrojeciendo con su sangre las breñas de los Andes en mil levantamientos contra sus dominadores, convirtiendo sus comunidades en guardián decidido de todos sus valores étnicos y nacionales, ha sabido resistir por siglos, sin doblegarse nunca, como para hacer realidad los anhelos de su gran guerrero. El pueblo indio no ha muerto y palpita vigoroso en el corazón de la patria. Y prosigue, claro está, la larga lucha iniciada en el albor de la colonia para alcanzar libertad y lograr la devolución de sus tierras usurpadas.


Tanta constancia, tanto tesón, serán coronados -no se puede dudar- con el triunfo definitivo de su noble causa. Ahora no está solo. Junto al pueblo indio, en frente común contra los explotadores nacionales y extran­jeros, marchan todas las fuerzas progresistas de la patria. Y esto es aval seguro de victoria.


Y así será cierto, que no habrá ningún cordel, por largo que sea, que pueda atar, o encadenar, a nuestro hermano pueblo indio.










tomado de: http://www.kaosenlared.net/noticia/fundacion-quito-resistencia-indigena




[1] Enrique Garcés, Rumiñahui, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1953, p. 135.
[2] Aquiles Pérez, Historia de la República del Ecuador, t. I, Litografía e Imprenta Romero, Quito, s. f., p. 96.
[3] Germán Arciniegas, El Caballero de El Dorado, Editorial Lozada S.A., Buenos Aires, 1942, p. 147.
[4] Pedro Cieza de León, La crónica del Perú, Espasa-Calpe Argentina S.A., Buenos Aires, 1945, p. 291.
[5] Jorge Enrique Adoum, “El sol bajo las patas de los caballos”, en la revista La última rueda N° 1, Editorial Universitaria, Quito, 1975, p. 81.