jueves, 15 de noviembre de 2012

15 DE NOVIEMBRE 1922

Los comunistas  hemos  estado  presentes en  todas  las luchas de  nuestro pueblo, hoy recordamos aquel momento cruel en contra de la clase obrera, recordando letras de un miembro de nuestro glorioso Partido Comunista.

JOAQUÍN GALLEGOS LARA 
MILITANTE DEL PARTIDO COMUNISTA DEL ECUADOR 
extracto de su libro Las Cruces Sobre el Agua


Dios mío! ¿Muertos?
A  través  del  yute  de  los  sacos, tocaba  hombros,  nalgas, narices, zapatos. Adelantó las manos y se le enredaron brazos y piernas elás­ticos. Parecían pretender aplastarlo, retenerlo. ¡Cadáveres! Como carnero sacó topando la cabeza entre sobacos de vellos ásperos y hú­medos, faldas revueltas que hedían a lavazas, carnes fláccidas y de piel resbalosa, bocas heladas y babeantes en las que chocaba con la dureza repentina de los dientes.
Los ojos le rebosaron de luz. El soldado dijo:
-¡Hemos sudado, mi teniente, con estos pendejos! ¿Para  botar­los  al agua es que los hemos acarreado acá a la orilla?
     -¡Claro, pues, bruto! ¿Para qué si no? Es por si acaso una exhu-madera, no hallen tantos en el panteón.
—Pero van a flotar.
-¿No ve que para eso, antes de largarlos, les abrimos la panza? Y aquí adelante hay poza.
Tubo Bajo veía crecer en el cielo, rayado de luces de acero, las sombras del oficial y del soldado. Todo el  final  del  muro  del  male­cón,  en la  extensión  tal vez  de una cuadra,  estaba cubierto de amon­tonados cuerpos. Sobre ellos se inclinaban, como perros  hurgado­res, los milicos. Delante de cada uno, su brazo se quebraba en brus­co gesto: así había visto Tubo Bajo, de chico, beneficiar chanchos en el camal.
A dos  pasos, abajo,  en el lodo y las  lechugas de agua,  lengüetea­ba   suavemente   la pleamar. Más allá, la confusión de embarcaciones se destacaba negra en las ondas, que absorbían lo que quedaba de fuegos de la tarde. La curva orillera de la ciudad se perdía al sur, en una brumosa línea gris. Quiso gritar. Gritó.
— ¡A mí no, que estoy vivo!
Seguramente ahora tampoco sonaba su voz. Luceros lívidos  le estallaron    en la vista.  La cabeza se le desvanecía. El hielo de la pun­ta del yatagán le penetró en el bajo vientre, cerca del ombligo y, des­garrando, corrió hacia el  estómago , hacia el pecho.  El dolor dividió su ser entero en un hachazo de negrura final.