César Albornoz
En las piras de la hoguera bárbara encendidas el 28 de enero de 1912 en El Ejido se consumó el crimen todavía impune de Eloy Alfaro.
Por consenso nacional Eloy Alfaro es el más grande ecuatoriano de todos los tiempos, reconocimiento que su pueblo lo consolida cada vez más, con fuerza inusitada, por ser el artífice y líder indiscutido de la revolución que transformó nuestra sociedad en las postrimerías del siglo XIX e inicios del XX: para muchos, la única verdadera revolución acontecida en tierras ecuatorianas.
Sin embargo, esa gesta heroica fue precisamente también la causa de su inmolación, cobardemente ejecutada por el contubernio de las fuerzas retrógradas conservadoras y de sus aliados, esos liberales de paso corto que se acomodaron en el poder y no estaban dispuestos a ir más allá de las reformas que el Viejo Luchador pudo concretar en sus dos administraciones. Ya el radicalismo machetero, para su gusto, había ido demasiado lejos y ellos no iban a correr el riesgo de que se afecte a sus sagrados intereses, especialmente la propiedad de la tierra, único camino para la redención de centenares de miles de campesinos e indígenas, parias en su propia patria.
Por esos no ocultos temores, los grandes terratenientes y miembros de las nacientes Asociaciones Agrícolas de la Sierra y de la Costa, los banqueros que amasan fortunas con la especulación del dinero, la prensa conservadora y placista, el ejército y la policía corrompidos por el Judas de la revolución liberal, Leonidas Plaza Gutiérrez, principal responsable del holocausto, configuran como si se tratara de un proceso natural, esa santa alianza a la medida de sus conveniencias. Detrás de ellos, la sombra aviesa de un imperialismo en plena emergencia, cumpliendo el presagio del Libertador y anunciando con su silencio cómplice que ya no estaba dispuesto a soportar en su patio trasero gobiernos dignos, defensores de la soberanía nacional y propulsores de la integración bolivariana pospuesta largamente. Al contrario, predispuesto al beneplácito y apoyo tácito o expreso a todos aquellos gobiernos que, aunque carezcan de la más elemental ética, se ajusten a sus expectativas expansionistas, es decir, a la abrumadora mayoría de los gobiernos antipatrióticos y sumisos que han dirigido los destinos de la patria desde entonces.
Con esos victimarios confabulados, el desenlace tenía que ser siniestro.
No hay en nuestra historia crimen más bárbaro y más horripilante que aquel acontecido el fatídico 28 de enero de 1912. Sin exageración podría afirmarse que el vía crucis y la agonía de Jesús de Nazareth narrado por los cristianos y que se recuerda cada semana santa, empalidece frente al protagonizado en las faldas de los Andes ese domingo sangriento a medio día, que Alfredo Pareja Diezcanseco inmortalizaría con el apelativo de la hoguera bárbara.
Masacre de protervia sin parangón tenía que generar una obra que esclarezca los hechos, nombre a los culpables y descubra los oscuros hilos con los cuales se fueron entretejiendo los siniestros sucesos, con antecedentes desde el golpe de Estado que depuso de su mandato al General Eloy Alfaro el 11 de agosto de 1911.
Dispuesto a dejar un testimonio que perdure en la memoria de los ecuatorianos sobre crimen tan monstruoso, José Peralta acopia pacientemente los documentos necesarios, especialmente aquellos salidos de las manos de los culpables, para demostrar con una lógica contundente e irrefutable cómo los confabulados tenían por objetivo la desaparición física de quienes podían constituirse en verdadera traba para su afianzamiento en el poder e impedir que conviertan al Estado ecuatoriano en instrumento dócil a sus fines e intereses. Telegramas, cartas, comunicados, manifiestos, artículos periodísticos, defensas publicadas por los señalados como principales culpables y otros documentos son exhumados en fehaciente análisis para reconstruir los macabros sucesos y, al mismo tiempo, mostrar las facetas más oscuras del funcionamiento de la política en la especie humana. Así escribe su inmenso yo acuso titulado Eloy Alfaro y sus victimarios, cuyo primordial objeto “es dejar fuera de toda objeción, no solamente la exactitud de los hechos narrados, sino también la responsabilidad de los que intervinieron en su ejecución”.[1]
Por la memoria de su ilustre amigo y coideario, se había comprometido con la historia a escribir un alegato destinado a las generaciones venideras, para que en indelebles letras quede registrado el padrón de los criminales directos e indirectos, materiales e intelectuales, con toda su perversidad e infamias. Así logra una reconstrucción de los hechos con tal fuerza que hace que el lector sienta su misma indignación y visualice, literalmente, a todos los protagonistas en la ejecución del más execrable de los crímenes, dejando traslucir, simultáneamente, sus más bajas pasiones: el odio, la traición, la venganza, la perfidia y la deshonra.
Como en un guión elaborado para ser trasladado al cine se les ve a todos ellos, cual bestias sedientas de sangre, entretejiendo la intriga, violando las más elementales leyes de todos los códigos humanos, desconociendo las Capitulaciones de Durán, avaladas con las firmas de los cónsules de Estados Unidos y Gran Bretaña como testigos de honor. Todo aquello puesto de manifiesto en el asesinato del 25 de enero en Guayaquil, el del general Pedro Montero y la infamante humillación de sus restos mortales convertidos en despojos, preludiando así, como en repaso anticipado, lo que sería el domingo rojo que hordas similares ejecutarían tres días después en la ciudad de Quito, con el ilegal traslado de los prisioneros. Militares felones y cobardes, políticos antropófagos y ruines, verdugos de espada y galones dorados, carniceros con la banda presidencial en el pecho,[2] en palabras de Peralta, los principales responsables de la inmolación de los siete mártires del radicalismo ecuatoriano.
Ahí están, en toda su mezquindad, el Encargado del Poder Carlos Freile Zaldumbide, su gabinete compuesto por los ministros de Defensa Juan Francisco Navarro y Federico Intriago, el de Gobierno Octavio Díaz, el canciller Carlos R. Tobar, el General en Jefe del Ejército Leonidas Plaza Gutiérrez, el coronel Sierra. Los oficiales, jefes y soldados del tristemente célebre batallón “Marañón”, los de la quinta brigada de artillería pidiendo al presidente “que los incalificables Eloy Alfaro, Pedro J. Montero, Flavio Alfaro, Ulpiano Páez, y demás y principales cómplices sean pasados por las armas”, la guardia del penal, el arzobispo González Suárez con su cómplice actitud, la prensa azuzando al crimen o justifícándolo con personajes como Gonzalo Córdova, Miguel Valverde, Juan Benigno Vela, instigadores de menor rango como el cura de La Merced Benjamín Bravo, etc., etc. No falta nadie: desde el sargento Segura que le dispara a bocajarro al Viejo Luchador en la celda de la serie E del segundo piso del Panóptico y el cochero Cevallos, hasta las meretrices, beodos y otros personajes de la chusma envilecida por las prédicas de los que odiaban al liberalismo regenerador de la patria y a su caudillo.
No es el pueblo de Quito el ejecutor del crimen, ni la “justicia popular” o la “justicia divina”, como cínicamente se expresaran entonces Leonidas Plaza, varios conservadores y representantes de la Iglesia: “En los crímenes históricos ─sostiene Peralta─, la responsabilidad recae sobre los autores principales de la tragedia, por más que ellos no se hayan dejado ver en la escena; por más que ellos personalmente no hayan hundido el puñal en el pecho de la víctima: ninguno de estos crímenes ha sido ni puede reputarse como anónimo (…) La Historia ni perdona ni disimula: para ella son responsables, no sólo los que ejecutan el delito, sino también los que lo conciben y maquinan, los instigadores y los que facilitan la ejecución, los que aprueban y aplauden el hecho delictuoso; y los que pudiéndolo, no lo impiden o evitan”.[3]
Recordaría, cuando escribía esas líneas, la confidencia de Don Eloy de años atrás, acerca de las intenciones de Plaza de eliminarlo físicamente, a causa del resentimiento que había envenenado para siempre su alma, por haberle pedido públicamente en 1901 que renuncie a la candidatura de la presidencia de la república: “Cuando anunciaron en Quito que yo había sido asesinado, sucedió que había despedido a un sujeto sospechoso, que averiguado quien era, resultó pertenecer a una familia de asesinos oriundo de Daule: es mulato, cara redonda, de unos 30 años de edad. Le doy la filiación por si acaso se lo echan para allá. Que estamos corriendo peligro de ser asesinados, es indudable; pero nadie muere la víspera, me digo, y estar prevenido para castigar al malvado agresor.[4] Hecho paladinamente confesado por Manuel J. Calle cuando al respecto escribe, en enero de 1915 en El Grito del Pueblo Ecuatoriano: “Antonio Gil, por confraternidad masónica, dejó escapar a don Eloy Alfaro de la ciudad de Guayaquil, para que se consumase la trastada de la revolución de Enero de 1906, que tantas desventuras había de traer a la Patria; cuando, desde los últimos meses de gobierno del General Plaza, tenía la orden confidencial, dada por dicho Plaza de fusilar o ahorcar al Viejo, si éste hacía finta de escaparse? Porque yo no sé qué, entonces a lo menos, el señor Plaza le tenía ganas al Anciano Luchador, hasta el punto de desear que le hiciese una revolución para salir de él. Después... no sé”.[5]
El plan iniciado por Leonidas Plaza en su primera administración, culminaba exitosamente en 1912. Quedan sus propias palabras como estigma, en una carta ─reproducida por Roberto Andrade en ¡Sangre! ¿Quién la derramó?─ dirigida a Lizardo García: “Muy difícil, me parece ─le dice─ que existan militares alfaristas en los cuarteles en la depuración que he hecho en cuatro años de una dedicación esmerada en el asunto”. El objetivo fundamental, está claro, era eliminar totalmente a los jefes militares alfaristas y quitarle al ejército cualquier residuo revolucionario. En vísperas de los horrendos hechos de enero de 1912, se reparten en Quito hojas sueltas con la nómina completa de todos los que debían ser pasados por las armas por la espalda, previa formal degradación.
Y después de los crímenes de enero, más crímenes. Por la desmedida ambición de controlar el poder, prosigue la carnicería: el general Julio Andrade, en marzo, luego el coronel Valles Franco. Más tarde, masacres contra los alfaristas sublevados en armas en varias regiones del país. Y como los desafectos al régimen podían estorbar los planes de la plutocracia y de los terratenientes coaligados, destierros, confinamientos, bajas del ejército, entre otras medidas precautelares. Si, según inspirada frase de Montalvo, García Moreno dividió al Ecuador en tres partes iguales: una dedicada a la muerte, otra al destierro y una tercera a la servidumbre, Plaza no se quedó muy lejos del tirano con nombre de arcángel, pues, su panegirista Manuel J. Calle dice que éste, en su segunda administración, hacía verdaderas razzias de hombres destinados al calabozo, al destierro o a la muerte.[6]
Ironías de la historia, sin embargo, cuando se instaura el juicio para sancionar los crímenes de enero de 1912, la Cámara del Senado del Congreso de 1919 concluye que no hay pruebas suficientes contra los acusados como culpables, por lo que deja la causa fiscal, llevada por Pío Jaramillo Alvarado, sin fallo. Al contrario, emite un indulto para el “pueblo” que participó en el arrastre del 28 de enero. Rodolfo Pérez Pimentel, en su Diccionario biográfico, lo dice así: “en el Jurado reunido el 6 de Marzo de 1919, dentro del proceso penal seguido en Quito contra autores, cómplices y encubridores del asesinato de Alfaro y sus tenientes, acusó públicamente a los miembros del gabinete de Carlos Freire Zaldumbide y a varias personas del bajo pueblo quiteño, sin revisar las actuaciones del elemento militar tanto o más culpable que el civil y como el juicio se volvió de carácter político, nunca se llegó a pronunciar sentencia y el crimen quedó en la impunidad”.[7]
Ante tanta incuria y cobardía por parte de los portavoces del tan alabado Estado de derecho, Peralta indignado dirá: “Indudablemente, sólo los dueños del poder, los dispensadores de sueldos cuantiosos del Erario, los que disponen a su antojo de la suerte de la nación: esos, únicamente esos han podido llevar por todas partes la corrupción en triunfo y comprar la conciencia de las mayorías en la Legislatura, los tribunales, la prensa; los que han podido pagar el prevaricato a peso de oro, remunerar dispendiosamente el perjurio y la bajeza, adquirir dominio sobre la voluntad aun de personas que, por sus antecedentes, creíamos incapaces de confundirse con los más detestables malhechores. Vendidos y prevaricadores los jueces de instrucción, arrastrados y abyectos los Congresos, la fuerza de las leyes quedó paralizada; y se amontonaron sombras sobre sombras, encima de los cadáveres de Enero y Marzo, a fin de que ni el más tenue rayo de luz pudiera alumbrar aquel cuadro espantable y trágico”.[8]
Hasta el día de hoy no se le ha hecho justicia al General Eloy Alfaro y a sus compañeros. Ni sanción penal, ni sanción moral, por parte de los poderes del Estado: el mayor de los crímenes de nuestra historia republicana, con su silencio cómplice, continúa impune.
“Quizá tarde el castigo, pero llegará infaliblemente, y por lo demás terrible. Quizás esos hombres arrastren todavía largos días de impunidad y oprobio; pero al fin el peso de la mano justiciera caerá sobre ellos con el rigor que se merecen. (…) Allí están las páginas de la Historia, el peor de los castigos para los grandes criminales: pasar, de generación en generación, odiados y maldecidos por todos los hombres de bien, causando horror y escalofríos a la humanidad, constituye un suplicio eterno, una tortura dantesca sin liberación posible, una pena que supera infinitamente al golpe de hacha que arranca la vida del cuerpo sobre el patíbulo. ¡Ay! de los que inscriben su nombre, con caracteres sangrientos, en ese como padrón de perdurable ignominia, contra el cual es impotente hasta la destructora acción de los siglos!” [9]
¿Se hará realidad el vaticinio de Peralta, antes que se cumpla un siglo del horrendo crimen? ¿El gobierno de la revolución ciudadana, que ha tomado como estandarte el nombre e ideario del Viejo Luchador, tendrá la iniciativa de conformar una Comisión de la Verdad (como lo hizo para otros crímenes políticos más recientes), en la que se disputen su participación los más prestigiosos y probos penalistas y le hagan justicia al gran revolucionario manabita?
Todavía tiene el gobierno todo un año para enmendar su indecisión u olvido, para dar una verdadera lección moral a nuestro pueblo, para ─después de un justo proceso─ señalar al fin, en nombre del Estado ecuatoriano, a los criminales. Y así, tal vez, evitar que hechos de la barbarie de enero de 1912 se repitan en nuestra patria.
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[1] José Peralta, Eloy Alfaro y sus victimarios (Apuntes para la Historia Ecuatoriana), cuarta edición, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 2008, p. 365.
[2] Ibíd., p. 272.
[3] Ibíd., pp. 396-397.
[4] Carta de Eloy Alfaro a José Peralta, Guayaquil, 10 de octubre de 1902, en Cartas del General Eloy Alfaro, Consejo Provincial de Pichincha, Quito, 1995, p 132.
[5] José Peralta, Eloy Alfaro y sus victimarios, op. cit. p. 85.
[6] Ibíd., p. 554
[7] Rodolfo Pérez Pimentel, “Pío Jaramillo Alvarado”, Diccionario Biográfico del Ecuador, t. II, p.111.
[8] Eloy Alfaro y sus victimarios, op. cit., pp. 539, 550.
[9] Ibíd., p. 436.