martes, 8 de noviembre de 2011

La muerte del combatiente




Noviembre 8 de 2011 | 05:11 AM. | Noticias

Por: Luz Marina López Espinosa

La muerte en combate si así se puede llamar la emboscada mérito de la tecnología militar norteamericana seguida del remate estando ya herido del Comandante de las Farc E.P. Guillermo León Sáez - Alfonso Cano en la guerra-, y lo que este hecho y lo anejo a él suscita en el alma de millones de colombianos y ciudadanos del mundo, bien vale ser pregonado, enarbolado, denunciado.
Lo primero impúdico –de impudicia mayor-, es la grosera celebración de esa muerte. Presidente, mandos militares y policiales todos, periodistas y voceros del Establecimiento político y económico festejan de manera procaz una muerte que, triunfo militar que sea, impone al victimario –uno de otra estirpe quiero decir-, una mesura en el gesto y la palabra, un mínimo pundonor en la conducta.

No se trata de que se conduelan naturalmente. Tienen derecho, y legítimo a estar contentos. Más aún: felices. Pero los protocolos de la guerra, el honor militar sea lo que esto signifique y ese así sea mínimo, remoto y apenas palpitante rescoldo de condición humana compartida que aún la clase dominante debería sentir, impondrían respeto por el combatiente muerto. Un descubrirse incluso frente al cadáver del enemigo que ya no lo es más. Que si quieren, fue derrotado, aunque con los derrotados hay que tener cautela. La Historia suele sorprender.

Habría además muchos motivos para lo anterior: la consideración por la capacidad de sacrificio y entrega total hasta la muerte siempre prevista, en aras de una causa que no era personal, no se fundaba como es de uso en el Establecimiento, en el enriquecimiento, el alcanzar distinciones, y un espléndido pasar. Eso no se le puede negar al combatiente muerto, quien no requería irse a luchar, sufrir y morir en la selva para remediar alguna frustración personal. Pero se quiere escamotear bajo infamantes epítetos que no permearán la conciencia del auditorio, que se trataba de un intelectual, un sociólogo, un dirigente estudiantil de la Universidad Nacional de Colombia, quien con convicción y honradez encontró en el marxismo la filosofía que explicaba los oprobios que un régimen capitalista y neo colonialista impone a los menos de su paria. Y abrazó la revolución como alternativa, y consecuente en todo, asumió la lucha armada con la certidumbre mil veces constatada de que la oligarquía colombiana apela al crimen, al incendio, al fraude a la felonía, cada que sea preciso para impedir su relevo del poder así sea por los medios que ella bendijo aptos.

Son hondos los abismos que escabrosos se revelan en el alma de la clase dominante colombiana cada que se halla frente al cadáver de su enemigo, llámese Raúl Reyes, Jorge Briceño conocido como el Mono Jojoy o ahora Guillermo León Sáenz, el comandante Alfonso Cano: la insolencia con la que se exhibe el cadáver resaltando los estragos de la muerte, el desprecio por ese cuerpo que ya no se puede valer por si mismo, arrastrado y vapuleado y la desenfadada confesión de los actores del trato y escupitajos de que fue objeto. Todo acompañado de la avilantez en las palabras de los altos dignatarios y autoridades, que mostrando al caído en primeros planos a unas cámaras morbosas, quieren resaltar la fealdad de la muerte como argumento de convicción política. Entonces, hacen su alta pedagogía moral: “miren jóvenes que el crimen no paga. Miren cómo quedan los terroristas. Miren que el dinero no lo es todo en la vida….”
Fealdades que sin embargo son relativas y si lo fueran absolutas, no se eximen de ellas los que apostrofan el cadáver del combatiente muerto. Porque salvo maquillajes, afeites, mortajas y cañonazos al aire, todos los muertos somos más o menos iguales. Aunque a veces no. No fue acaso hermoso el cadáver semidesnudo, flagelado y tiroteado del Che en la humilde alberca de Camirí? ¿No pasó a la historia como ícono de un muerto victorioso, rostro, mirada, pecho inflamado que desde entonces y hasta hoy interpelan y avergüenzan al uniformado que cometió el crimen? ¿Y alguien vio alguna vez el cadáver de René Barrientos, que salvo maquillajes, afeites y cañonazos al aire, jamás fue reconocido como cadáver hermoso ni la Historia recogió como ícono de nada? Y habrá que contarle a quienes nacieron hace menos de cuarenta años quién es ese nombre; porque cierta estoy, ninguno lo sabe.

Cuánta enseñanza, cuánta superioridad moral, cuánto respeto a los protocolos los legales como los morales de la guerra les dio las Farc y particularmente Alfonso Cano al Estado colombiano y a sus enemigos de clase, a propósito de la entrega del cuerpo del mayor Guevara de la policía, quien murió en su poder como prisionero de guerra. Y sorpréndanse quienes no lo supieron: en el acto, los guerrilleros rindieron honores militares al enemigo.

Es el culto a Thanatos tan sustancial al capitalismo y a su voracidad por los bienes de este mundo. Bienes transables en la bolsa quiero decir, que no me refiero a los que tengan alguna dimensión espiritual como patriotismo, solidaridad, sacrificio, desprendimiento. Y que condena a muerte –es la liturgia de ese culto- a quienes lo confrontan, denuncian sus miserias y demandan que esa anomalía sea desalojada de la historia.

Hace algunos años en Colombia y a propósito de un célebre montaje de Antígona de Sófocles por el laureado grupo de teatro La Candelaria, el entonces comandante del ejército nacional José Manuel Bonnet Locarno uno de los dos que se han dado el modo de pasar a la historia como instruidos o “cultos”, dio una entrevista donde hizo sentida exposición de la famosa tragedia griega. Y desde luego reivindicó la gesta de Antígona y su desigual enfrentamiento al rey Creonte, ya que contrariando la orden del soberano, dio sepultura a su hermano Polinece. Este había muerto luchando contra el rey, y fue condenado a no recibir sepultura sino ser devorado por las fieras. Antígona pagó su osadía siendo sepultada viva. Pero pasó a la historia como manifestación de la prevalencia de los sentimientos humanitarios que los dioses fijaron en el alma humana.

Es ocasión de recordar que el otro general que ha pasado por instruido y culto, Alvaro Valencia Tovar también comandante del ejército, se robó –hecho confesado con orgullo- el cadáver emblemático del sacerdote guerrillero Camilo Torres Restrepo. “Para que no sirviera de símbolo a la juventud revoltoso” se sirvió aclarar.

No han leído la Antígona los militares ni los gobernantes colombianos. O de seguro, sí. Sólo que para ellos es bella la obra y enaltecen su alto significado eso sí, en la Grecia de hace dos mil quinientos años. No desde luego en la Colombia de hoy. Y cuando estén luchando contra Polineces, no contra las Farc. Y cuando los enemigos sean combatientes mitológicos, jamás insurgentes levantados contra el estado capitalista. Esto sí es otra cosa. A estos no hay que enterrarlos, como no se permitió enterrar a los comandantes Raúl Reyes y Mono Jojoy, ni permitirán el de Alfonso Cano. Pero paradójicamente y mucho -¿quién entiende?- han removido cielo y tierra –literalmente-, devastado montañas y descuajado selva, tratando de desenterrar al legendario Manuel Marulanda Vélez quien se les murió de muerte natural y descansa bajo algún ocobo en el seno de la manigua. La oligarquía colombiana y los militares no perdonan, no se pueden perdonan ni descansan hasta que desentierren el cuerpo y le hagan sus propias honras. De oprobio y de irrisión.


LMLE/PaCoCol

Tomado de